El 3 de mayo, en aplicación del artículo 99 de la Constitución, Felipe VI disuelve las Cortes en el palacio de La Zarzuela, en presencia de Patxi López, presidente de la Cámara Baja. Una primicia en la historia de la democracia española, ya que hasta ahora sólo el presidente del Gobierno había convocado nuevas elecciones. La XI legislatura española, que comenzó oficialmente el pasado 13 de enero, será por tanto la más corta desde la muerte de Francisco Franco. La fragmentación política tras las elecciones generales del 20 de diciembre de 2015, en las que los dos partidos mayoritarios cayeron con fuerza y cuatro partidos con al menos 40 diputados, acabó con la estabilidad institucional de España. El espectáculo que ofrecen los cargos electos durante estas pocas semanas de actividad es, en opinión general, espantoso: mezquinas sentencias homicidas, maniobras políticas, negociaciones interminables en las que el interés público parece diluirse, etc.
Una hiperactividad paradójica
Sin embargo, los parlamentarios españoles no se quedaron quietos a principios de año: 701 propuestas legislativas (proponer no la ley) se presentaron a las distintas comisiones y 230 se discutieron en el Pleno. Sin embargo, esta efervescencia enmascara el desbarajuste que hoy impera en los partidos políticos españoles y la verborrea de los oradores tanto de izquierda como de derecha. Sólo nueve de estos textos han sido votados.
Debajo de la superficie laboriosa, por lo tanto, yace una profunda parálisis de la maquinaria política principal. Algunas de las decisiones incluso parecían absurdas y totalmente fuera de línea con las expectativas de los españoles. Así, el Congreso de los Diputados confirmó que Pablo Iglesias, secretario general de Podemos, podría seguir oficiando en el canal Hispan TV o que Toni Cantó, diputado del partido de los ciudadanos, podría seguir paralelamente su carrera como actor. Si bien todas las administraciones continuaron funcionando con cierta normalidad, el gobierno de turno sólo pudo someter a votación de los diputados un decreto-ley. La vaguedad constitucional también le permitió no presentarse a las habituales reuniones de control de la actividad gubernamental.
Entre negociaciones vanas y cálculos interesados
Es que los fantasmas estaban en otra parte. Las primeras semanas de 2016 estuvieron dominadas por la búsqueda de pactos cada vez más complejos para conformar una frágil mayoría de gobierno. La negativa categórica del Partido Socialista Obrero Español (PSOE) a formar una gran coalición hizo que la situación fuera aún más crítica ya que la alianza de las dos formaciones resultaba ya insuficiente. Se necesitaron al menos tres partidos para formar un nuevo gobierno, un desafío dadas las posiciones de cada uno.
Albert Rivera, presidente de Citoyens, se ha distanciado claramente de Mariano Rajoy, cuya personalidad es un problema y cuyo aislamiento es cada vez más evidente, incluso dentro de su propio partido. Rivera, sin embargo, acogió con entusiasmo la perspectiva de negociaciones con Podemos, mientras que Pablo Iglesias volvió a distinguirse por su sectarismo al rechazar cualquier diálogo con el centro. Pedro Sánchez, por su parte, corría desesperado tras una investidura, dispuesto a hacer (casi) cualquier concesión para llegar al poder.
El fracaso del mundo político español
Los últimos días, por su parte, habrán sido el inicio extraoficial de una nueva campaña electoral que todos sabían que era inevitable. Todos se prepararon entonces para las próximas elecciones, que debían tener lugar el 26 de junio, a pesar del cansancio de los votantes españoles. El rechazo de Podemos a un pacto de última hora propuesto por los representantes electos de la coalición Compromiso (aliados de Pablo Iglesias en la Comunidad Valenciana) es representativo de una enfermedad que afecta a todos los representantes electos españoles: la retirada de interés especial y político.
En ese sentido, el fracaso de esta XI legislatura es ante todo el fracaso del mundo político español. Nada ni nadie escapa a esta devastadora observación: ni los ‘viejos’ partidos que comparten el poder desde 1982, ni los defensores de una ‘nueva política’ que se parece mucho a la vieja. En este sentido, no se puede repetir lo suficiente que Podemos, que denunció la «casta» formada hace un año por el PSOE y el PP, sin pestañear en los ayuntamientos y las comunidades autónomas aceptó la idea de un gobierno común . Todo un símbolo.
Lecciones interesantes
Ahora todo el mundo está condenado a especular sobre el resultado de las próximas elecciones. Sin duda, Mariano Rajoy espera más apertura de Albert Rivera, mientras que Pedro Sánchez teme ser superado por su izquierda por Pablo Iglesias. Los últimos estudios del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), institución pública encargada de examinar el comportamiento de los españoles, parecen mostrar que el panorama parlamentario no va a cambiar en el corto plazo. Con toda probabilidad, por lo tanto, el equilibrio de poder entre la izquierda y la derecha no cambiará sustancialmente. Entonces se perdería mucho tiempo y mucho dinero.
Ese mismo CIS al menos ha confirmado lo que ya habían entendido los analistas más astutos. De hecho, para comprender mejor las motivaciones de los votantes españoles, la institución ha analizado el entorno socioeconómico de quienes apoyan a los principales partidos. Así, Podemos atrae principalmente a los más jóvenes, pero también a los que han estudiado y a las clases media y alta, además de ciudadanos. El PSOE y el PP, en cambio, son capaces de llegar a más personas mayores, con estudios terminados prematuramente y trabajadores. La mayoría de los más desfavorecidos, por tanto, no se reconocen en la figura de Pablo Iglesias.
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